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martes, 4 de septiembre de 2018

OPINION: A veces el Diablo usa un suéter gris y sale a saludar a los vecinos.

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Por Práxedes  Olivero 

Sentí el peso de su presencia  antes de que entrara al salón. Eran entre 4 a 5 personas. Todo era algarabía y risas. 

Miré su figura obesa. Llevaba pantalón marrón, camisa azul claro, el suéter gris con el zíper abierto.  De estatura baja, la piel de color indescifrable, como de alguien que en sus años de juventud no se preocupó del  abraso de los rayos solares y que hoy, en su madurez y con la bonanza económica, apenas hace contacto con el Astro Rey. 

Sus piernas, desproporcionadamente cortas, eran sostenidas por unos pies que amenazaban salir de los lustrosos zapatos de piel exótica. Me detuve en su barriga. Era grande y rechoncha. El pecho casi había desaparecido entre esta y el cuello.  Observé su cara. Dos tutumas a cada lado de la frente brillosa obligaban a evocar los cuernos que la mitología  atribuye al Diablo. Los ojos rasgados. En la boca, una mueca de maldad simulaba una sonrisa. Los dientes largos, puntiagudos. 

Las manos fueron la parte de su cuerpo que más impacto me causó. De tamaño pequeño, como las de un niño; pero en contradicción a su apariencia infantil, resultaban demasiado anchas y  ásperas. Sus dedos eran regordetes. Sin embrago, el detalle más extraño estaba en  las  uñas. Grandes chorros de sangre brotaban inconteniblemente desde  su  interior.  

Mientras caminaba, iba dejando en el piso  de baldosas grises y ya desgastadas por el uso,  un reguero  de sangre que se extendía a ambos lados de su cuerpo. El parecía no darse cuenta de aquel rastro. Los demás,  tampoco.

Siempre sonriente, iba saludando a cada persona que estaba en el salón. La gente correspondía con igual efusividad a los apretones de manos y a las sonrisas prefabricadas. Algunos se excedían en sus demostraciones de afecto y estrechaban el cuerpo de aquel sujeto. El devolvía  los abrazos y terminaba dejando huellas de sangre en las ropas, en la piel y en el alma  de los aduladores.

Entonces, a  mí también me extendió la mano derecha. 

Fui cobarde. Sin mirarle a la cara y conteniendo el asco que me revolvía el estómago, le extendí la diestra. 

El hedor a sangre podrida llenó el salón. Había saludado a un asesino.