Las leyes que buscan amordazar a la prensa no me asustan. Les tengo miedo a los periodistas que, aun cuando nada les impide hablar, callan. Tiemblo cuando escucho a aquellos tan comprometidos, tan ricos, o luchando tanto por llegar a serlo, que antes de abrir la boca sobre un tema, les ponen un precio a su opinión.
Yo sé que las leyes no impiden que un periodista, que escogió esta carrera por una vocación que supera nuestros miedos, diga lo que tenga que decir, aun frente a fusiles, incluso aprovechando el instante previo a que una guillotina caiga sobre su cabeza. Ni ametralladoras, ni amenazas, han impedido que los periodistas denuncien, reclamen y le griten a la conciencia de las sociedades lo que éstas callan, cuando lo que deberían es lanzar un alarido.
A Orlando Martínez no lo callaron los cientos de cadáveres de jóvenes que aparecían en las portadas de los periódicos durante los 12 años de Joaquín Balaguer, donde también le tocó el turno al suyo. La seguridad del presidente de la nación más poderosa del mundo no pudo impedir que un periodista le lanzara un zapatazo como protesta por las miles de víctimas de la guerra de Irak.
Y el hermetismo cubano no ha podido silenciar a una joven bloguera.
Por eso hoy, cuando se debate en el congreso la posibilidad de crear una herramienta legal para encarcelar a los comunicadores condenados por difamación, en lugar de abordar ese tema y defender el derecho que tenemos a expresarnos, prefiero mostrar lo valioso que resulta para una sociedad que un periodista no tenga miedo, o no actué con miedo.
Yo sé que las leyes no impiden que un periodista, que escogió esta carrera por una vocación que supera nuestros miedos, diga lo que tenga que decir, aun frente a fusiles, incluso aprovechando el instante previo a que una guillotina caiga sobre su cabeza. Ni ametralladoras, ni amenazas, han impedido que los periodistas denuncien, reclamen y le griten a la conciencia de las sociedades lo que éstas callan, cuando lo que deberían es lanzar un alarido.
A Orlando Martínez no lo callaron los cientos de cadáveres de jóvenes que aparecían en las portadas de los periódicos durante los 12 años de Joaquín Balaguer, donde también le tocó el turno al suyo. La seguridad del presidente de la nación más poderosa del mundo no pudo impedir que un periodista le lanzara un zapatazo como protesta por las miles de víctimas de la guerra de Irak.
Y el hermetismo cubano no ha podido silenciar a una joven bloguera.
Por eso hoy, cuando se debate en el congreso la posibilidad de crear una herramienta legal para encarcelar a los comunicadores condenados por difamación, en lugar de abordar ese tema y defender el derecho que tenemos a expresarnos, prefiero mostrar lo valioso que resulta para una sociedad que un periodista no tenga miedo, o no actué con miedo.