POR DAMIAN ARIAS MATOS
Para Ecos del Sur.
Es altamente peligroso escribir sobre los temas haitianos desde la misma isla, porque la epidermis nacional es muy susceptible al tema. Pretendemos analizar en este acercamiento, una nueva o diferente visión del Haití que tenemos ya no detrás de la oreja, sino mudado en nuestros patios y aposentos. Haití parece haber nacido bajo un designio de Mefistófeles.
Se trata de la primera nación del hemisferio occidental en proclamar su independencia, el 1 de enero de 1804, y primera en abolir la esclavitud como medio de producción, sin embargo es la más pobre de todas. Vence a los reductos napoleónicos con Luis Leclerc, el cuñado de Napoleón a la cabeza, apoya a Bolívar en la guerra de independencia, fue la colonia francesa más rica en su momento, sin embargo ha fracasado históricamente en sus intentos por vivir en democracia y libertad. Actualmente está intervenida por la Minustah, golpeada y maltrecha por el terremoto de 2010 y amenazada, desde África, por el Ebola.
El haitiano es el único ser que se siente extranjero dentro de su propio país y el único que lo designan apátrida dentro de su propia frontera, bajo un Estado que le niega sus documentos de identidad, mientras exige que nosotros se los demos.
Un estadista tan brillante como Ulises Hereaux Lebert comprendió, años antes de su muerte en 1899, la importancia y trascendencia de las Antillas Mayores o Grandes Antillas, para los planes expansionistas y colonialistas de los Estados Unidos. Por eso dijo que para poner un caldero en un fogón se necesitan tres piedras, ya tenían a Cuba, a Puerto Rico y solo faltaba Quisqueya, es decir la isla completa. Parece que no tenía una visión geopolítica de Haití.
El origen de Haití, o tierra alta, se remonta a la actividad de trasiego y comercio de esclavos traídos de África y desplazados o establecidos en islas que servían de depósito negrero, almacenes de esclavos que eran embarcados y vendidos para labores agrícolas y ganaderas.
Como la Hispaniola o Quisqueya fue dividida entre España y Francia en 1777, por el Tratado de Aranjuez, conservando España la parte Oriental y cediendo a Francia la Occidental, es decir una franja de territorio no muy determinada todavía. De ahí surgió con el tiempo el Estado que convive, para bien o para mal, con el Estado que fue supuestamente proclamado el 27 de febrero de 1844, si tomamos en cuenta que no nació sino hasta la proclamación de la Constitución. Aunque es preciso destacar aquí, que en diciembre de 1821, el letrado Don José Núñez de Cáceres proclamó el Haití Español en Santo Domingo, nada de República Dominicana. Idea que no cuajó.
Un punto a destacar es el de que Haití, no obstante proclamar su independencia en 1804, no fue reconocido como nación libre y soberana por los Estados Unidos, cuna de la democracia occidental, sino veinticinco años después, además de haber tenido que pagar su libertad en metálico y en efectivo, a la Francia madre de los Derechos Humanos.
Las relaciones internacionales dominicanas con el infaltable Haití no han sido históricamente lo más provechosas posibles. Mientras ambas naciones vivían en dictaduras simultáneas las cosas iban bien o parecían estar bien, gracias al estado policial que imperaba.
Haití es una realidad nacional insoslayable e inocultable. Basta con visitar los mercados binacionales de los lunes y los viernes. Basta también con ir de visita a una granja o finca de producción o a alguna construcción. Dos pilares fundamentales de la economía y el progreso de cualquier país, como son la producción de alimentos y el sector construcción, descansan en manos haitianas. Sin dejar de citar su alta presencia en la industria turística. Haití ya no es nuestro vecino, Haití ya vive aquí.