POR SANTOS SALVADOR CUEVAS
Para Ecos del Sur
Lo que pasó este mes de junio en una Iglesia metodista de Carolina del Sur, en donde un desalmado de 21 años, sin mediar palabras, sólo motivado por un impulso de odio contra la población afroamericana, haló el gatillo y apagó la vida a nueve personas, dejando a uno vivo, sólo a cambio de que divulgue la escena dantesca que acababa de observar.
Ese no es el único caso racial y de odio que sacude la sociedad Norteamericana, sino que forma parte de una cadena interminable que recorre todos los rincones de esa nación, estado por estado; quién no recuerda, pues palpitan aún, las violentas manifestaciones que estremecieron la ciudad de Ferguson (Misuri), cuando el joven Michael Brown fue asesinado a quemarropa, estando desarmado, por un policía racista, el que fue liberado de cargo en un tribunal xenófobo, lo que provocó una cadena interminable de enfrentamientos violentos, que arrasaron con cadenas comerciales, taxis y cuanto encontraba a su paso la furia del pueblo afroamericano.
Podemos dedicar párrafos enteros, hojas enteras y extensas narrando los hechos interminables de violencia y maltrato de que son víctimas los hombres negros en el seno de aquella sociedad.
Eso es común en los Estados Unidos de América, en República Dominicana, Patria de Duarte, Sánchez y Mella, eso no se da; aquí, en República Dominicana, somos una nación de mezcla, compuesta por hombres y mujeres mulatos, que con orgullo y solidaridad nos da igual sentarnos a la mesa a compartir el pan, la cerveza o la plática entre amigos.
Haitianos y dominicanos, a lo largo de la historia hemos sido pueblos hermanos, sometidos uno y otro a los mismos grilletes de saqueo y explotación de sus recursos naturales, por los mismos amos, las mismas potencias y fuerzas imperialistas; la consecuencia del sub desarrollo que nos afecta a ambas naciones, tiene su punto de gravitación en los mismos amos, el mismo capitalismo, el mismo imperialismo.
Entre nosotros no existe la xenofobia, para nuestra gente la palabra racista resulta extraña y ajena a nuestra idiosincrasia; yo nací en un batey, donde prevalecen hombres y mujeres de descendencia haitiana, y con ellos compartimos el aula en la escuela, el sudor en el cañaveral, los guantes de béisbol en el play y las mismas costumbres. Nos diferenciamos en que ellos eran portadores de una cultura, un idioma, unos valores y creencias muy diferentes a los nuestros, pero ello jamás impidió el trato de hermanos, el respeto y el cariño cultivado sin poses ni disimulos.
Lo que pasa es que entre naciones del mundo existen leyes, constituciones que se aplican en cada territorio de manera libérrima y soberana; hay naciones, como la Norteamericana, que no se conforman, ni negocian con nadie su derecho soberano frente a los inmigrantes, pero que se creen amos del mundo, con poderes para trazar pautas e imponer su visión y posiciones a las demás naciones.
En lo que va de año, Estados Unidos de América ha deportado de su territorio a más de 200 haitianos; de República Dominicana, aun con la puesta en vigencia de la Ley de Naturalización, no se ha deportado aún al primer indocumentado de nacionalidad haitiana; y sin embargo, ninguna nación del planeta le ha pedido cuanta al Gobierno de EE.UU.
Atacar a los más chiquitos es mucho más fácil.
Atacar a los más chiquitos es mucho más fácil.
Más de 17,000 haitianos han salido de manera voluntaria, y ya se deja escuchar el grito al cielo casi en coro de países que se manejan con doble moral, que piden al Gobierno dominicano aplicar lo que ellos no asumen ni aplican en sus territorios nacionales.
Estados Unidos debe asumir siempre a su manera la aplicación de sus leyes; pero es injusto que olvide aquella máxima de Benito Juárez, cuando sentenció: “El respeto al derecho ajeno, es la paz”.