De las figuras de trascendencia universal, se dicen tantas cosas, que resulta difícil retener lo esencial y se pierde uno entre tantas marañas.
De Duarte prefiero recordar su arrojo, atrevimiento, gallardía y denuedo. Aquel que, siendo tan joven, se embarcó en un proyecto de tal envergadura, que muchos consideraron fuera de su alcance. Duarte sacrificó juventud, patrimonio, familia y su vida.
El padre de la patria nunca quiso ser jefe de nada, su luz natural de líder prefirió seguir conduciendo a otros, mediante el ejemplo, por el camino correcto. Hubiera sido muy fácil ser un Caudillo, que era la posición preferida al uso de entonces, posición que le hubiera granjeado éxito material en la política de la época.
Duarte se conformó con su legado prístino a Quisqueya: darnos una identidad nacional, al legarnos soberanía, independencia y una República digna sobre la cual forjar nuestra nacionalidad, una que me hace hijo de una tierra y cultura muy distinta a cualquier otra del mundo, cuya bandera es tricolor, blanco, azul y rojo, y en el centro un escudo con el lema “Dios, patria y libertad”.
Con eso me quedo de Juan Pablo Duarte.
