El Partido de la Liberación Dominicana (PLD), fundado en 1973 por el icónico líder Juan Bosch tras su ruptura con el Partido Revolucionario Dominicano (PRD), nació como una fuerza política de centroizquierda con un discurso basado en la justicia social, la democracia y el desarrollo sostenible. Desde el inicio se mostró como un partido disciplinado, inspirado en el centralismo democrático, la disciplina, la unificación de criterios, y la preparación política, inspirados en los principios de su fundador El profesor Juan Bosch.
Su historia electoral, sin embargo, ha sido una montaña rusa: pasó del anonimato inicial a un ascenso meteórico que lo convirtió en una “maquinaria electoral” difícil de derrotar, para luego caer en un declive marcado por divisiones, escándalos y derrotas aplastantes. Como dirigente político, considero al PLD un ejemplo claro de cómo la cohesión interna y las alianzas bien calculadas pueden dar la hegemonía a un partido, pero también de cómo la corrupción y las ambiciones personales son capaces de derrumbarla.
En sus primeros años, entre 1978 y 1994, el PLD fue una fuerza marginal frente al PRD y al PRSC de Joaquín Balaguer. Juan Bosch, su fundador, se presentó en cinco elecciones presidenciales sin lograr superar el 34%: desde un 1.1% en 1978 hasta un 33.79% en 1990. En esas elecciones de 1990, el PLD incluso alegó haber ganado y denunció un fraude electoral que favoreció a Balaguer. Durante ese período, el partido optó por la pureza ideológica y el aislamiento, priorizando la construcción interna sobre las alianzas.
El gran éxito electoral llegó en 1996. Con Leonel Fernández como candidato, hasta ese momento un desconocido joven, pero con grandes dotes de orador, el PLD rompió con su tradición de aislamiento y demostró habilidad para tejer alianzas. En primera vuelta, Fernández obtuvo el 38.9%, pero en la segunda logró el histórico “Frente Patriótico” con el PRSC de Balaguer. Ese pacto con un rival ideológico le dio el triunfo con el 51.25% y le abrió por primera vez las puertas del poder. Fue un movimiento brillante en términos estratégicos: sellar una coalición con un adversario histórico para poder ganar las elecciones en segunda vuelta, sobre un líder carismático como José Francisco Peña Gómez.
No obstante, en el 2000, con Danilo Medina como candidato y sin alianzas de peso, el PLD volvió a caer con apenas un 24.9% frente a Hipólito Mejía (PRD). En ese proceso electoral, el Dr. Joaquín Balaguer decidió no apoyar al PLD y a Danilo Medina para una segunda vuelta electoral, no obstante Hipólito Mejía no haber alcanzado el 50% más 1 voto que se exigía para ganar las elecciones en primera vuelta. Luego de la negativa de Balaguer, Danilo aceptó el triunfo de Hipólito Mejía.
El dominio real del PLD llegó entre 2004 y 2016. Tras el colapso económico del gobierno de Mejía, Fernández volvió en 2004 con un 57.11%, apoyado por un bloque de aliados menores que aportaron un impulso clave. En 2008 logró la reelección con 53.83% y un Congreso arrasado a su favor. El Bloque Progresista, que incluía partidos como el BIS y la APD, permitió al PLD controlar prácticamente todo. La estrategia combinaba coaliciones amplias, campañas centradas en la estabilidad y programas sociales que, en la práctica, servían también de clientelismo.
En 2012, Danilo Medina ganó con 51.21%, apoyado no solo por el PRSC, sino por una amplia coalición de alianzas que integraban el Bloque Progresista. Ese respaldo le garantizó mayoría legislativa y consolidó al PLD como la maquinaria electoral más fuerte del país en ese momento. El clímax llegó en 2016: Medina fue reelecto con 61.74%, superando el 50% en la casilla del PLD sin necesidad de aliados. Esa era la cima de la maquinaria: microtargeting, programas sociales usados como instrumentos de campaña y control mediático.
Pero toda hegemonía tarde o temprano se agrieta. En 2019, la disputa entre Fernández y Medina por la candidatura presidencial desató una guerra interna. Tras denunciar fraude en las primarias, Fernández rompió con el partido y fundó la Fuerza del Pueblo. En esas primarias se enfrentó a Gonzalo Castillo, respaldado por el equipo del entonces presidente Danilo Medina. El PLD llevó a Castillo como candidato en 2020 y obtuvo 37.46%, frente al PRM de Abinader. La narrativa del “cambio”, sumada a acusaciones de actos de corrupción, y en otros casos, persecuciones de índole político, así como a protestas como la Marcha Verde, terminó por hundir al partido.
El golpe más duro llegó en 2024 con Abel Martínez: un humillante 10.39%, el peor resultado de su historia. El PLD quedó tercero, detrás del PRM (57.44%) y la Fuerza del Pueblo (28.85%). La ausencia de alianzas y las pugnas internas lo dejaron reducido a la nostalgia. Este resultado no fue un accidente, sino la culminación de un descenso progresivo desde 2020, cuando el partido pasó de un 37.46% en las presidenciales a un desplome histórico cuatro años más tarde. Esa caída refleja el agotamiento de un modelo político que ya no conecta con la sociedad ni con las nuevas generaciones. Hoy, en 2025, las encuestas lo sitúan nuevamente en un lejano tercer lugar, confirmando que su crisis no es pasajera, sino estructural. El partido sigue atrapado en luchas de liderazgo, con viejos caudillos resistiéndose a soltar y nuevas figuras peleando por espacio, todo en medio de una percepción pública de corrupción y desgaste.
Estoy consciente de que muchos de mis amigos del PLD, al leer este artículo, me van a criticar. Pero las críticas no superan los datos, y los datos están ahí: fríos, contundentes e imposibles de maquillar. No se trata de opiniones personales ni de rencores políticos, se trata de la realidad que reflejan las urnas y las encuestas. Los números muestran con claridad cómo un partido que gobernó durante casi dos décadas hoy lucha por no desaparecer del escenario. Las pasiones y las lealtades pueden intentar suavizar este panorama, pero al final la política no se mide en sentimientos, se mide en resultados, y esos resultados son los que colocan al PLD en una de las crisis más profundas de su historia.
En síntesis, el PLD fue una maquinaria electoral porque supo combinar alianzas oportunas con el uso del poder estatal para ganar elecciones. Pero su fracaso radicó en la soberbia: puso las ambiciones personales por encima de la renovación. Si quiere resurgir, necesita autocrítica real, nuevos liderazgos y volver a tejer coaliciones. De lo contrario, corre el riesgo de terminar no solo como el PRSC, sino también como el PRD, partidos que pasaron de gobernar y tener opciones reales de poder a convertirse en fuerzas minoritarias sin capacidad de disputar la presidencia de la República. La lección es contundente: en política dominicana, la unidad da poder; la división conduce al olvido.