La pasada semana, en el marco de la Asamblea General de las Naciones Unidas celebrada en Nueva York, el primer ministro israelí Benjamín Netanyahu fue objeto de un evidente desplante por parte de numerosos líderes mundiales. Este gesto no fue casual, refleja el creciente repudio internacional hacia las acciones militares de Israel en Gaza, que han provocado una catástrofe humanitaria sin precedentes.
Desde el inicio del conflicto el 7 de octubre de 2023, las cifras son estremecedoras. Según diversas organizaciones de derechos humanos, más de 17,400 niños palestinos han muerto bajo los bombardeos israelíes hasta marzo de 2025, además de miles de mujeres y civiles inocentes. Detrás de este baño de sangre hay una sola causa esencial, la lucha por la tierra, el control del territorio, la misma disputa que ha marcado siglos de historia en el Medio Oriente.
Sin embargo, esa obsesión por reclamar una tierra como exclusiva “promesa divina” ha distorsionado profundamente el mensaje espiritual que, desde el Génesis, fue dado a toda la humanidad. En el capítulo 1, versículo 28, la divinidad ordena al hombre “llenar y multiplicar la tierra”, no como señal de posesión violenta, sino como un mandato de cuidado, de expansión y de convivencia. La Tierra fue un regalo universal, no una herencia de guerra.
El fanatismo religioso ha reducido el concepto del “pueblo de Dios” a una frontera geográfica, olvidando que, con la muerte y crucifixión de Jesús, la filiación divina se extendió a toda la humanidad. Cristo no murió por un pueblo en particular, sino por todos los pueblos del mundo.
Hoy, el planeta entero clama para que ese supuesto “pueblo elegido” deponga las armas que están acabando con la vida de niños, madres y jóvenes cuyo único delito ha sido nacer en el lado equivocado de un muro. El mismo Dios en cuya ley se inspiran sus líderes dejó escrito en piedra, a través de Moisés, el sexto mandamiento: “No matarás”.
El desprecio mostrado a Netanyahu en la ONU no es contra una nación ni contra una fe; es el reflejo del agotamiento moral del mundo frente a la barbarie. Es el grito silencioso de una humanidad que, más allá de religiones o territorios, reconoce que ningún pueblo puede llamarse de Dios cuando derrama sangre inocente.
Porque al final, más allá de fronteras, credos o lenguas, el verdadero pueblo de Dios es toda la humanidad.