“Vengo de un lugar donde el sol se detiene un instante sobre los tejados,
donde el viento sabe los nombres de los árboles,
y la infancia era un camino de tierra y asombro.
De allí salí, con los bolsillos llenos de colores invisibles,
sin saber que algún día volvería a encontrarlos en los muros del mundo.”
MB
Poema del sur
Siempre me ha gustado el arte público. Desde niño me detenía ante los muros pintados como quien se detiene ante un atardecer. Había algo en ellos que no cabía en los museos: una voz más viva, más cercana al corazón de la gente. El muro, con su piel áspera, parecía más humano que el lienzo. Y en esos colores derramados sobre el cemento, yo sentía la respiración de la calle, su pulso, su tristeza, su fiesta.
Los muros tienen memoria. En ellos se asienta el polvo de los días, las risas que pasaron, las promesas que no se cumplieron. Pero cuando un artista los toca, el muro despierta, y lo que era simple pared se convierte en testimonio. Tal vez por eso siempre he sentido que el arte urbano no es solo una expresión estética, sino también una forma de justicia poética: una manera de devolverle voz a los espacios que nadie mira.
Por eso me sorprendí una tarde cualquiera, al descubrir que aquella artista cuyo trabajo me había cautivado —esos murales donde el color parece tener alma— era de mi propio pueblo: Norkelly Acosta. Me quedé mirando su nombre como quien descubre un parentesco inesperado. ¿Cómo es posible que uno ande por el mundo admirando algo que, sin saberlo, nació bajo el mismo cielo que uno?
Hay artistas que pintan lo que ven, y otros que pintan lo que son. Norkelly pertenece a los segundos. En sus murales no hay solo forma y color, hay raíz. Se nota en la manera en que traza las miradas, en cómo combina la ternura con la fuerza, en cómo los colores parecen tener voz propia. En su obra hay viento, hay sur, hay infancia. Hay una memoria que respira entre líneas.
Norkelly tiene en los ojos la magia de los colores del sur. Esa luz que no se aprende en las academias, sino en los amaneceres de la montaña, en los azules húmedos del río, en los rojos del barro recién llovido. Su pintura no solo cubre muros: los despierta. Donde antes había una pared cansada, ella deja una ventana. Donde había silencio, pone música. Donde había olvido, deja memoria.
El arte urbano tiene algo de rebeldía, pero también de ternura. Es un acto de fe en lo común, en la belleza que todos merecemos mirar. Norkelly entiende eso. No pinta para que la aplaudan, pinta para que la gente recuerde quién es. Sus mujeres de mirada firme, sus colores que parecen venir del corazón de la tierra, sus trazos que huelen a infancia y a viento son la prueba de que el arte puede ser un puente entre el alma y la calle.
A veces pienso que el arte urbano es una forma de conversación colectiva. Un idioma sin fronteras que todos entendemos, aunque nadie lo haya enseñado. Cuando uno pasa frente a un mural de Norkelly, algo se detiene por dentro. Es como si el color tuviera voz y nos dijera: “Mira, todavía hay belleza en el mundo.” En tiempos donde la prisa lo devora todo, esa invitación a mirar despacio es casi un acto de resistencia.
Me enorgullece saber que esa mano que pinta el mundo con tanto amor salió de mi misma tierra. Que entre las montañas que me vieron crecer también crecía ella, aprendiendo a mirar el color en las piedras, en los rostros, en el aire. Que la misma lluvia que me enseñó el olor de la tierra mojada fue también la que la inspiró a mezclar azules y verdes hasta que el sur se volviera una paleta.
Porque el arte, cuando es verdadero, no se hace solo con técnica: se hace con raíz. Con esa mezcla de tierra, memoria y espíritu que solo se adquiere viviendo con los ojos abiertos. El arte de Norkelly no busca imponerse: dialoga. Habla con las paredes, con la gente, con el tiempo. Tiene esa humildad luminosa de lo que nace del amor por lo propio.
He visto cómo sus murales cambian el ánimo de un barrio. Cómo los niños se detienen a mirar, cómo los mayores sonríen al reconocerse en los rostros que ella pinta. Ese es el poder silencioso del arte urbano: no necesita discursos para transformar, solo necesita color y una mano que crea.
Cada mural suyo tiene algo de promesa y algo de oración. En ellos se siente la fe en lo pequeño, en lo cotidiano, en la belleza que nace del polvo. Norkelly no pinta desde la distancia, pinta desde el alma de la gente. Y eso se nota: sus obras respiran humanidad.
Hoy, cada vez que paso junto a uno de sus murales, siento que algo se ilumina en mí. Como si esa niña del sur, convertida ahora en artista, me recordara que la belleza también se construye con la misma materia de los sueños y del polvo del camino.
Y pienso que el arte urbano es, en el fondo, una forma de memoria: una conversación con el tiempo. Los muros hablan cuando los pintores los tocan, y aunque la lluvia borre los colores, algo queda, como un eco en la piedra. Norkelly pinta para que no olvidemos lo que somos, para que las calles tengan alma, para que la historia no se oxide.
En tiempos donde la prisa borra lo esencial y las ciudades se llenan de ruido, pero no de sentido, su arte nos enseña a mirar despacio. A reconciliarnos con el color, con la emoción, con lo que todavía puede ser bello. Tal vez por eso, cada mural suyo no es solo una pintura: es una oración al aire libre, una forma de gratitud hacia la vida.
A veces me pregunto si el arte urbano será la nueva manera en que los pueblos escriban su historia. Ya no con tinta sobre papel, sino con pigmentos sobre muros, con sueños que resisten la intemperie. Y pienso en Norkelly, en su pincel levantando voces donde antes solo había cemento, y entiendo que la belleza cuando nace del alma no necesita permiso.
El arte urbano no se firma: se comparte. Nace del gesto de dar, de dejar algo en la calle para que todos lo habiten. Y quizás ese sea el mayor legado de Norkelly: recordarnos que el color también es una forma de esperanza, y que el arte, cuando brota del pueblo, nunca muere.
Porque a veces, basta un color sobre un muro para recordarnos que seguimos vivos.
Y en ese instante, cuando el ojo se detiene y el corazón responde, comprendemos que el arte como la memoria, como la esperanza no pertenece a nadie, pero nos salva a todos.
