Juan Manuel tiene 19 años y ya perdió tres trabajos informales. Dice que el problema no es el sueldo, sino que no hay futuro. Vive en un barrio donde las oportunidades son pocas y los sueños duran poco. Cada día sale a la calle con la misma esperanza: que algo cambie, que alguien lo vea, que por fin llegue una oportunidad. Pero lo único que llega es la rutina del desencanto. Su historia no es única; es la de miles de jóvenes dominicanos que se levantan temprano, luchan, y aun así sienten que el país no tiene espacio para ellos.
Porque detrás de cada rostro, como el de Juan Manuel, hay un barrio entero que espera ser escuchado.
En los barrios de Santo Domingo, el sonido de una motocicleta a alta velocidad ya no es solo parte del ruido cotidiano: es el eco de una generación que se quedó sin rumbo. Jóvenes de rostros cansados y miradas endurecidas, que alguna vez soñaron con estudiar, trabajar o ayudar a su madre a salir del alquiler, hoy cargan mochilas llenas de frustración y de rabia acumulada. Esa es la verdadera epidemia que nos está matando: el abandono sistemático de la juventud dominicana.
Durante décadas, el Estado ha mirado hacia otro lado mientras la pobreza, la falta de empleo y el abandono escolar se multiplican. No hay política pública sostenible que apueste por la juventud como motor del desarrollo. Los programas que se anuncian cada cuatro años, con nombres sonoros y promesas vacías, apenas tocan la superficie del problema. Se reparten becas sin seguimiento, se abren talleres sin continuidad y se crean empleos temporales que desaparecen tan rápido como los discursos de campaña.
Los gobiernos cambian, pero la política hacia los jóvenes ha sido la misma: promesas que no llegan al barrio. Cada administración redescubre el mismo problema, lo viste con otro nombre y lo presenta como novedad. Pero en los barrios, los jóvenes siguen esperando lo mismo de siempre: una oportunidad que nunca llega.
Mientras tanto, en los callejones de Los Guandules, Cristo Rey, Capotillo, o en los barrios de Barahona y San Juan, los jóvenes siguen buscando sentido en medio del caos. Un teléfono celular o un motor prestado se vuelven símbolos de “éxito” en una sociedad que no les ofrece otra forma de dignidad. La delincuencia juvenil no nació de la noche a la mañana: es la respuesta de un país que ha dejado sin horizonte a sus hijos más vulnerables.
Pero no es solo Santo Domingo. En Santiago, muchos jóvenes viven la misma historia con otro acento. La segunda ciudad del país, llena de talento y potencial, ve cómo cientos de muchachos se pierden entre los callejones de Cienfuegos, Pekín o Los Salados, atrapados entre el desempleo, la deserción escolar y la tentación de un dinero rápido. En medio de un desarrollo urbano desigual, la juventud de los barrios populares siente que el progreso pasa por encima sin detenerse a mirar.
En Barahona, la realidad es aún más dura. Jóvenes que crecieron soñando con trabajar en el turismo o en proyectos agrícolas, hoy enfrentan el muro de la falta de oportunidades. Muchos abandonan el aula antes de tiempo, no por rebeldía, sino por necesidad. No hay empleos estables, no hay centros deportivos ni espacios culturales suficientes. Tampoco hay acceso real a la tecnología: mientras en la capital algunos avanzan con la digitalización, en los pueblos del sur todavía hay jóvenes que no tienen ni una computadora para estudiar. Allí donde debería haber esperanza, hay silencio. Y ese silencio duele porque lleva décadas repitiéndose.
En San Juan de la Maguana, el panorama no es diferente. Jóvenes con preparación académica regresan frustrados a sus comunidades porque no encuentran dónde aplicar lo que aprendieron. El campo se vacía, las familias se fragmentan, y muchos terminan emigrando o cayendo en el desencanto. A falta de empleo, llegan las malas decisiones: la calle, la droga, el crimen o la desesperanza. Lo que antes era la “tierra del granero del sur” hoy se convierte en símbolo del abandono estatal y de la falta de planificación real para el desarrollo de las provincias.
Y si seguimos mirando el mapa, La Vega, San Cristóbal, Puerto Plata, Monte Plata o Hato Mayor cuentan historias parecidas: jóvenes con ganas de trabajar, estudiar o emprender, pero sin acceso a créditos, sin apoyo técnico, sin espacios para desarrollarse. Son miles de talentos desperdiciados por un sistema que no los ve como prioridad. Jóvenes que quieren ser parte del cambio, pero el Estado los deja esperando en una esquina sin empleo, sin oportunidades y sin futuro.
A todo esto se suma una brecha más silenciosa pero igual de cruel: la tecnológica.
La falta de acceso a la tecnología también marca una nueva brecha social. En un mundo donde todo se mueve a través de una pantalla, miles de jóvenes dominicanos no tienen conexión estable a internet ni dispositivos adecuados para estudiar o trabajar. Esa desconexión digital se traduce en exclusión, en atraso, en frustración. Mientras unos programan aplicaciones desde sus casas con fibra óptica, otros apenas pueden ver una clase en línea con datos prestados o un celular roto.
La escuela pública no inspira. El deporte carece de inversión real. Los centros culturales cerraron o se volvieron ruinas. Los programas de capacitación técnica apenas existen fuera de los discursos. Y los políticos siguen culpando a los jóvenes sin asumir su propia responsabilidad en el fracaso de las políticas de inclusión y desarrollo. ¿Cómo pedimos disciplina a quien nunca tuvo oportunidad? ¿Cómo exigimos respeto por la vida a quien nunca sintió que la suya valía algo para el Estado?
La delincuencia y la drogadicción no son simples desviaciones sociales: son síntomas del abandono. Detrás de cada joven que cae preso o se pierde en el consumo hay una historia de exclusión, de hambre, de falta de opciones. No hay política de prevención ni programas comunitarios sólidos. Se actúa después del delito, nunca antes del problema. Y así, el país sigue repitiendo su error más grande: castigar donde nunca se educó, reprimir donde nunca se invirtió.
Pero las soluciones existen, solo falta voluntad. El país necesita abrirle paso a la juventud con oportunidades reales: acceso gratuito y continuo al deporte, con canchas seguras, ligas barriales y entrenadores que inspiren; créditos blandos y acompañamiento técnico para que los jóvenes emprendan negocios propios y no dependan de favores políticos; escuelas técnicas abiertas los fines de semana, donde se enseñen oficios modernos y habilidades digitales; programas de mentoría comunitaria que conecten a los jóvenes con modelos positivos y con empleo formal.
Sin embargo, este gobierno ha preferido concentrarse en campañas de imagen y en programas que no tocan la raíz del problema. Se anuncian planes para jóvenes emprendedores, pero los créditos nunca llegan a los barrios. Se prometen empleos, pero la mayoría son temporales o partidistas. Se habla de innovación y tecnología, pero en las provincias los jóvenes siguen sin conexión ni herramientas. El discurso de “juventud primero” se quedó en un eslogan mientras la realidad sigue igual: los muchachos siguen esperando, y el Estado sigue ausente.
El gobierno actual ha confundido propaganda con política social. En lugar de crear oportunidades, se dedica a maquillar estadísticas. No hay inversión real en deporte, ni programas de rehabilitación para jóvenes en riesgo, ni políticas serias de formación técnica. Todo se reduce a fotografías y frases de ocasión. Y mientras tanto, el país pierde a su generación más valiosa entre la delincuencia, la migración y la frustración.
Hacia un camino de soluciones
Para empezar a sanar esta herida, el país necesita una política nacional de juventud real y descentralizada, que llegue a cada provincia y a cada barrio.
1. Plan Nacional de Empleo Juvenil, con alianzas entre el Estado y el sector privado para crear empleos dignos y sostenibles, no simples contratos temporales.
2. Bancos de crédito juvenil con tasas mínimas, acompañados de asesoría técnica, para que los jóvenes puedan abrir negocios, cooperativas o talleres productivos.
3. Red de centros tecnológicos comunitarios con internet gratuito y formación digital, especialmente en los barrios marginados y zonas rurales.
4. Programa nacional de deporte y cultura, con inversión en canchas, clubes, arte y música, para rescatar la juventud desde la identidad y la disciplina.
5. Escuelas técnicas provinciales con formación práctica en oficios modernos: electricidad, mecánica, refrigeración, programación, turismo y agricultura sostenible.
6. Centros de prevención y rehabilitación para jóvenes con adicciones, acompañados de psicólogos, trabajadores sociales y voluntarios comunitarios.
7. Consejos juveniles locales que tengan voz real en los presupuestos municipales y participen en la toma de decisiones sobre su propio desarrollo.
Y sí, todavía hay tiempo. Pero no mucho. Porque los jóvenes ya no quieren promesas: quieren oportunidades que se vean, que se toquen, que se vivan en su día a día.
La paciencia en los barrios se está agotando. La desesperanza se está convirtiendo en rabia. Y cuando la juventud decida ponerse de pie, no habrá muro de mentiras que la detenga.
Ese día, no será por odio ni por política: será porque se cansaron de esperar un país que los vea. Y cuando eso pase, no habrá gobierno que pueda decir que no lo vio venir.
