En un país como el nuestro, donde la política a menudo se ve empañada por escándalos de corrupción, clientelismo y una desconexión evidente entre los líderes y el pueblo, es imperativo reflexionar sobre lo que realmente hace a un buen político.
No se trata solo de promesas electorales o carisma superficial, sino de un conjunto de cualidades que fomenten un liderazgo genuino y transformador. En mi opinión, un buen político dominicano debe ser, ante todo, cercano, solidario y accesible, pero también honesto, visionario y comprometido con el bien común. Estas características no son lujos opcionales; son la base para reconstruir la confianza en nuestras instituciones y avanzar hacia un futuro más próspero.
Comencemos por la cercanía. En una nación diversa como la nuestra, con realidades tan contrastantes entre la capital y las provincias, o entre los barrios urbanos y las zonas rurales, un político no puede permitirse el lujo de gobernar desde una torre de marfil. Debe ser cercano al pueblo, caminando por las calles de Santiago, visitando los mercados de La Vega o escuchando las preocupaciones de los pescadores en Samaná.
Esta proximidad no es solo física, sino emocional: implica empatizar con el dominicano común, entender el impacto de la inflación en el bolsillo de una familia o la frustración por la falta de agua potable en comunidades marginadas. Un ejemplo claro es cómo líderes históricos como Juan Bosch lograron conectar con las masas al hablar su lenguaje y priorizar sus necesidades, algo que hoy escasea en muchos de nuestros representantes.
La solidaridad es otra cualidad indispensable. Un buen político debe ser solidario, no solo en tiempos de crisis como huracanes o pandemias, sino en el día a día. Esto significa apoyar políticas que combatan la desigualdad, como invertir en educación gratuita y de calidad para los jóvenes de barrios humildes, o en programas de salud que atiendan a los más vulnerables. En la República Dominicana, donde la pobreza afecta a más de un tercio de la población, la solidaridad se traduce en acciones concretas: promover el empleo digno, proteger el medio ambiente frente a la deforestación y luchar contra la discriminación hacia grupos marginados.
Hoy, más del 30% de los hogares dominicanos enfrenta limitaciones estructurales que un liderazgo sensible podría transformar en oportunidades reales, y es ahí donde la solidaridad deja de ser discurso para convertirse en política pública. Un político solidario no ve a los ciudadanos como votantes temporales, sino como hermanos en una lucha compartida por el progreso.
Pero la solidaridad no funciona sin presencia: por eso la accesibilidad es la prueba más clara de un liderazgo que no se esconde.
La accesibilidad complementa estas cualidades. ¿De qué sirve un líder si no está disponible para su gente? Un buen político debe ser accesible, con puertas abiertas en su oficina, respondiendo a correos o redes sociales, y participando en asambleas comunitarias sin intermediarios. En un país donde la burocracia a menudo frustra al ciudadano, la accesibilidad significa simplificar procesos, como agilizar trámites para emprendedores o facilitar el acceso a la justicia. Imagínense un congresista que, en lugar de esconderse detrás de guardaespaldas, organiza foros abiertos en su distrito para discutir leyes. Esto no solo humaniza la política, sino que la hace más inclusiva y democrática.
A veces, la política se entiende conversando con una madre que espera dos horas de agua al día o con un joven que busca su primer empleo sin conexiones. Historias sencillas que revelan más que mil diagnósticos y que deberían encaminar las prioridades de cualquier liderazgo serio.
Un verdadero líder también debe saber conectar con las bases sociales. La política no puede reducirse a discursos desde un podio o campañas en redes; debe enraizarse en la gente. Eso implica tender puentes con la juventud que busca oportunidades, con las amas de casa que sostienen los hogares, con los envejecientes que entregaron su vida al trabajo, con los deportistas que representan el orgullo nacional y con los empresarios que generan desarrollo. Y es imposible olvidar que la juventud carga sobre sus hombros un desencanto generacional que ningún liderazgo serio puede permitirse ignorar. Pero, sobre todo, debe trabajar en beneficio de todos y para todos, sin exclusiones ni favoritismos. Un político que logra escuchar a cada sector de la sociedad y convertir sus necesidades en políticas públicas reales demuestra que entiende el verdadero sentido del servicio: servir, no servirse.
Pero no basta con ser cercano, solidario y accesible; un buen político debe sumar otras virtudes para ser efectivo. La honestidad es primordial en un contexto donde la corrupción ha drenado miles de millones de pesos del erario público. Un líder íntegro rechaza el soborno, rinde cuentas transparentes y prioriza el interés nacional sobre el personal. Además, debe ser competente y visionario, con un plan claro para resolver problemas endémicos como la inseguridad, la dependencia energética o la migración irregular. La visión no es un discurso: es saber hacia dónde camina un país y quién debe caminar primero.
Y toda visión verdadera, si no toca tierra, se queda en palabras: por eso el territorio se convierte en el primer escenario donde se prueba el liderazgo real.
El territorio es la primera escuela de la política. Un buen líder conoce el presupuesto de su municipio, camina sus mercados, conversa con transportistas y juntas de vecinos, y decide con datos del lugar: dónde falta alumbrado, en qué calles se pierde agua, qué cancha necesita reparación. La gran política empieza arreglando lo que la gente pisa todos los días.
Finalmente, un buen político debe ser comprometido con el servicio público, no con el poder por el poder. Esto implica humildad para admitir errores, capacidad para dialogar con opositores y un enfoque en el largo plazo, más allá de ciclos electorales. Como recordaba Bosch, “la política es para servir, no para servirse”.
En un momento en que el desencanto con la política es palpable, líderes con estas cualidades podrían revitalizar nuestra democracia. Como ciudadanos, debemos exigirlas y votar por ellas, porque solo así construiremos una República Dominicana más justa y unida.
Nada de esto ocurre en soledad. La ciudadanía también decide la calidad de su democracia: informándose, participando en asambleas, exigiendo cuentas sin fanatismos, y votando por trayectorias, no por etiquetas. Un buen político florece cuando el pueblo deja de aplaudir promesas y empieza a exigir resultados.
En resumen, el político ideal no es un superhéroe, sino un ser humano con empatía y determinación. Cercanía, solidaridad, accesibilidad, honestidad y visión: estas son las cualidades que, en mi opinión, definirán el futuro de nuestro país. Es hora de que la política vuelva a ser un instrumento de cambio positivo, no de decepción.
Y sobre todo, que cada dominicano entienda que el cambio no se espera sentado: se hace de pie, con trabajo, coraje y amor por esta tierra. Que la política vuelva a inspirar y que el servicio público recupere su verdadero nombre: amor por la gente y compromiso con la patria.
La política no debe cansar al pueblo, debe inspirarlo. Y cuando vuelva a inspirar, la patria volverá a sonreír.
