Han pasado apenas unas horas desde que las calles de Santo Domingo se convirtieron en un río humano de indignación contenida. La Marcha del Pueblo, convocada por la Fuerza del Pueblo y respaldada por una marea de ciudadanos hartos, desde obreros y amas de casa hasta médicos y comerciantes, no fue solo un desfile de banderas rojas. Fue la calle diciéndole al gobierno lo que muchos no se atreven: ustedes dejaron de escuchar hace rato. Y como participante de la misma, lo digo sin rodeos: esta movilización no fue un “capricho opositor”, como la tildaron los voceros del PRM desde sus burbujas de confort. Fue el pulso de una nación que exige rendición de cuentas, y el silencio posterior del Palacio Nacional solo amplifica la desconexión de un poder que llegó prometiendo cambio y entrega continuidad.
Fue una mañana calurosa, de ese sol que cae pesado. Pero nadie se quedó en su casa: la gente llegó temprano, decidida, como si llevaran tiempo esperando este momento. Había familias, jóvenes con pancartas hechas a mano, trabajadores que salieron directo del turno, adultos mayores caminando a su ritmo. Todo el mundo avanzando con la misma idea en la cabeza: esto no es una marcha más, esto es un país diciendo basta.
A medida que la marcha avanzaba, el ambiente adquirió un tono festivo que pocas movilizaciones logran. Desde balcones, aceras y esquinas, la gente saludaba, grababa videos, entregaba botellas de agua y gritaba palabras de aliento a los caminantes. Se escuchaban risas, consignas coreadas al unísono, música improvisada con cornetas y tambores, y una sensación colectiva de que algo grande estaba sucediendo. No era una protesta dominada por la rabia, sino por un júbilo contagioso, por la esperanza palpable de que este país puede levantarse y dejar atrás a un gobierno que ya no representa el sentir de la mayoría. Por donde pasaba la marcha, el pueblo respondía con aplausos y abrazos; cada calle pedía lo mismo: despertar de este mal gobierno y enderezar el país.
Y hay que recordar el contexto, porque al gobierno le encanta jugar con la memoria corta del país. La marcha, que serpenteó desde los barrios norteños del Distrito Nacional hasta culminar en la icónica Avenida México, reunió a decenas de miles, quizá cientos, según estimaciones independientes que el gobierno, fiel a su patrón, minimizó como “pocos miles”. No fue un acto aislado de la FP, sino un respaldo masivo a un pliego de reivindicaciones que trasciende partidos: el alto costo de la vida que estrangula los bolsillos, la inseguridad ciudadana que mantiene barrios enteros en zozobra, la indexación salarial pendiente desde 2017, violando el artículo 327 del Código Tributario y robando a más de 750 mil trabajadores su derecho a no hundirse en la pobreza; los apagones recurrentes que paralizan provincias enteras; y el desmantelamiento del sistema de salud, donde hospitales sin medicinas y listas de espera interminables convierten la atención médica en un privilegio de los ricos y poderosos.
Y para entender la magnitud de ese cansancio social basta escuchar historias que nunca salen en ruedas de prensa.
Esa mañana, mientras caminaba en la marcha, vi a una joven, más o menos de unos treinta años. Por su vestimenta y la forma en que hablaba, cualquiera diría que era clase media. Me acerqué y le pregunté por qué marchaba, y su respuesta me golpeó más que cualquier cifra:
“Marcho porque el dinero no me alcanza. Trabajo en el sector privado, soy soltera, sin hijos, vivo sola. Pago alquiler, pago luz y agua aunque casi nunca hay, pago comida carísima… y la inseguridad me tiene en alerta 24/7. Tengo miedo de que me atraquen por quitarme un celular y me pase algo.”
Lo dijo sin quejas exageradas ni dramatismo, solo con la sinceridad de quien repite esa frase en su cabeza todos los días. Esa joven no estaba ahí por un partido ni por moda: estaba ahí porque siente que el país la está dejando atrás. Y como ella, miles.
Y cuando la clase media sale a la calle, es porque el gobierno ya perdió el control del país real.
Pero lo más revelador de todo fue la participación masiva y espontánea del pueblo. No fueron solo los que marchaban; fueron también los miles que salieron a las puertas de sus casas, a los balcones, a las esquinas, a saludar, grabar, aplaudir y unirse aunque fuera por unos minutos. Cada tramo de la ciudad parecía confirmar lo mismo: la gente está harta, despierta y lista para hacerse escuchar. La marcha no avanzaba sola; avanzaba acompañada por una ciudad entera que respondía con gestos, con voces y con una receptividad que no se veía desde hace muchos años. Ese apoyo, calle por calle, dejó claro que lo de ayer no fue una movilización más, sino el reflejo de un país que decidió ponerse de pie.
La realidad económica, que el gobierno maquilla con cifras del FMI, es un puñetazo al estómago de los dominicanos. La libra de pollo, que en 2020 costaba RD$44, ahora roza los RD$94, mientras la canasta básica familiar escaló a RD$47,534 en septiembre, un 2.4% más que en enero, devorando salarios estancados en medio de una inflación del 4.2%. Se jactan de un turismo récord, pero ¿de qué sirve si el dólar inestable ahoga al exportador y al importador, y los medicamentos se convierten en reliquias alcanzables solo para unos pocos? El PRM gobierna para los números, no para el pueblo.
Esta marcha, lejos de desestabilizar, fortaleció la democracia al recordarnos que el poder no es un botín, sino un préstamo revocable. Obligó al debate público a salir de las redes y los salones a las aceras, donde el pueblo, no los analistas ni los estrategas del gobierno, dicta la agenda. Pero lo ocurrido ayer también dejó un mensaje claro: el pueblo no está esperando discursos, está esperando decisiones. Implementar la indexación, transparentar los contratos energéticos y recuperar la salud pública no son favores: son obligaciones que el gobierno ha postergado durante años.
La Marcha del Pueblo no fue una victoria pírrica; fue un espejo que reflejó la indiferencia gubernamental. Ahora, con el eco aún resonando en la Avenida México, el balón está en la cancha de Abinader y su equipo. ¿Escucharán, o seguirán sordos hasta que el descontento degenere en algo irreparable? La historia dominicana, plagada de gobiernos que ignoraron el pulso callejero, nos advierte que el pueblo no olvida.
La paciencia del pueblo no es infinita, y lo ocurrido ayer dejó claro que ya alcanzó su límite. Lo que muchos en el gobierno interpretaron como un simple desahogo fue, en realidad, un mensaje frontal: o se gobierna para la gente o la gente buscará a quien sí quiera hacerlo.
El oficialismo puede minimizar la marcha, ignorar las demandas y refugiarse en cifras maquilladas, pero hay algo que no puede eludir: el calendario político. En 2028, las calles no votan, pero quienes caminaron por ellas sí. Y este país nunca premia la soberbia de un gobierno que le dio la espalda a su propio pueblo.
Lo de ayer marcó un antes y un después. No fue una marcha: fue el país diciendo “se acabó”. Si el PRM quiere ignorarlo, que lo haga, pero cada día que pase, la gente va cobrando factura. Esa multitud no salió por rabia: salió porque ya decidió cambiar de rumbo. Y cuando el pueblo toma esa decisión, no hay gobierno que aguante.
