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lunes, 26 de mayo de 2025

Cornelio y Carlita: Sembradores de Principios

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Por Olmedo Pineda

En tiempos donde los valores parecen diluirse en medio de las exigencias modernas, mirar hacia atrás, hacia los pilares que formaron nuestro carácter, es más que un ejercicio de nostalgia: es una reafirmación de nuestra identidad. Hoy quiero rendir un sentido homenaje a nuestros padres, Cornelio Pineda Sánchez y Carlita Féliz de Pineda (doña Negra), quienes, desde la modesta comunidad de Santana, Tamayo, en la provincia Bahoruco, sembraron en sus hijos: Frank Alberto, Teresa, Hernán, Nelson Euristil, Melton, Olmedo de Jesús, Cristina, Digna Altagracia y Berbanel Alexis (fallecido)una herencia inquebrantable: la fe, la honestidad, el trabajo y la dignidad.

Nuestro padre, Cornelio Pineda Sánchez, agricultor de alma y acción, un hombre de campo con visión de Estado, no fue un hombre cualquiera. Su liderazgo natural lo llevó a ser el primer alcalde Pedáneo de nuestra comunidad. No ostentaba títulos académicos ni lujos, pero su autoridad moral era incuestionable. Desde la primera luz del alba hasta el último resplandor del atardecer, su ejemplo nos hablaba más fuerte que cualquier discurso.

Fue un hombre profundamente cristiano, no solo de iglesia, sino de vida. Su compromiso con la verdad, la justicia y la solidaridad marcaba todas sus acciones. Aún recuerdo cómo resolvía conflictos vecinales con paciencia, cómo trataba a cada persona con respeto y cómo, ante la necesidad, compartía lo poco que teníamos sin dudarlo. Él nos enseñó que el servicio es el más alto honor que puede tener un ser humano.

Nuestra madre, una madre que fue hogar y escuela Carlita Féliz de Pineda, fue el corazón palpitante del hogar. Ama de casa por vocación, tenía una sabiduría que no se aprende en universidades: la del amor incondicional, la disciplina sin dureza, y la firmeza con dulzura. Desde la cocina hasta el patio, desde las tareas domésticas hasta los consejos al oído, ella fue nuestra primera maestra. Su fe sencilla, pero profunda, nos educó en la esperanza, en la oración, en la confianza en Dios incluso cuando el futuro parecía incierto.

Era el tipo de madre que oraba de rodillas por cada uno de sus hijos y al mismo tiempo no dudaba en corregirnos cuando errábamos. Nos enseñó el valor de la palabra dada, la importancia de hablar con la verdad, y el arte de pedir perdón con humildad. En su voz, Dios parecía hablarnos.

Una educación nacida en principios

En nuestra casa no hubo grandes lujos ni abundancia material, pero sí una riqueza espiritual y moral que hoy, ya adultos, entendemos como el mayor tesoro. Nos educaron en el respeto por el prójimo, en la honestidad como camino, en la responsabilidad como deber, y en la fe como brújula.

Cada comida empezaba con una oración. Cada decisión importante se discutía como familia. Las Escrituras eran parte de nuestras conversaciones cotidianas, no como imposición, sino como referencia natural para entender el mundo. Esa fue nuestra escuela primaria, la de los principios, la de los valores, la de la verdad.

Y sí, como niños a veces nos quejábamos, otras veces no comprendíamos por qué no podíamos hacer lo que otros hacían. Pero hoy, al ver el mundo que nos rodea, al ver a nuestras propias familias, sabemos que esos límites eran expresión de amor. Nos estaban formando para resistir, para perseverar, para vivir con integridad.

El gran paso: De Tamayo a Barahona

Fue en los años 1967-68 cuando nuestros padres, movidos por una fe inquebrantable y el anhelo de un futuro mejor para sus hijos, tomaron una decisión que marcó nuestras vidas para siempre: dejar nuestro lugar de nacimiento Santana, luego mudarnos a Tamayo y desde allí, trasladarnos a Barahona. No fue fácil. Dejar la tierra, la comunidad, las costumbres, fue un acto de desprendimiento y valentía.

En Barahona, se abría ante nosotros la oportunidad de una educación superior, de una proyección que el campo ya no podía ofrecer. Y aunque las dificultades no faltaron económicas, sociales, emocionales, nuestros padres nunca se desalentaron. Se convirtieron en ejemplo viviente de que la prosperidad no es solo cuestión de bienes materiales, sino de visión, constancia y fe.

Un legado que perdura

Hoy, cada uno de nosotros Frank Alberto, Teresa, Hernán, Nelson Euristil, Melton, Olmedo de Jesús, Cristina, Digna Altagracia y Berbanel Alexis, caminamos por el mundo llevando dentro de sí el sello de nuestros padres. Somos profesionales, padres, madres, ciudadanos, creyentes y sobre todo, herederos de una historia de dignidad y fe.

Don Cornelio y Doña Carlita no escribieron libros ni construyeron imperios. Pero su vida fue una epístola viva de valores eternos. Su legado no está en monumentos de piedra, sino en nuestras vidas, en las decisiones que tomamos, en la manera en que educamos a nuestros propios hijos.

En Conclusión

Este artículo no es solo un homenaje. Es un recordatorio de que lo verdaderamente valioso no muere. La educación basada en principios y valores cristianos no pasa de moda. Nuestros padres, desde su sencillez, comprendieron que el alma del ser humano necesita raíces profundas. Y por eso, incluso cuando ya no estén con nosotros físicamente, siguen vivos en cada gesto honesto, en cada acto de fe, en cada decisión recta que tomamos.

Gracias, papá Cornelio. Gracias, mamá Carlita. Su siembra fue abundante, su herencia es eterna.