En días recientes, viajé a la ciudad de Azua a realizar diligencias personales. Al regreso, tomé uno de los pequeños autobuses que hacen el viaje Azua-Barahona y viceversa. Como siempre ocurre, las paradas son continuas, ya que el mayor número de viajeros se dirigen a los pueblecitos que bordean la carretera.
Aunque las continuas paradas suelen molestar a los que, como yo, acostumbramos viajar con prisas, el viaje de retorno me permitió disfrutar de momentos cargados de amor, respeto y solidaridad; esos que cada vez cuesta más encontrar.
El protagonista de estas buenas acciones fue el cobrador de la guagua. Confieso que tenía tiempo que no veía a alguien proceder con un trato tan delicado hacia los demás.
Cada vez que uno de los pasajeros llegaba a su destino, este hombre ya entrado en años, ayudaba a los viajeros con sus casi siempre múltiples bultos, y diligentemente ofrecía su mano para ayudarles a bajar del autobús. Y no se quedaba ahí, pues sus buenas acciones las acompañaba con frases amables del tipo:
Con cuidado, mi don; Despacito, señora. ¡Vaya con Dios, mi amiga! ¡Que le vaya bien, hermano! ¡Hasta luego!
Al llegar a mi destino, también a mí ofreció su mano, algo áspera al tacto, pero fuerte y solidaria, y me ayudó a bajar. A este hombre trabajador le agradecí con entusiasmo y regalé una sonrisa por su amabilidad.
Siento que este ser humano humilde y solidario me dio una gran lección: Sin importar el trabajo que hagas, el secreto del éxito es el amor.
No me caben dudas. Este cobrador de guaguas es muy exitoso en su rol.
A él es de justicia desearle que el señor le acompañe cada día, en su viaje por la vida.